Cuando Chalmers me telefoneó a la mañana siguiente, mi primer impulso fue colgar inmediatamente el receptor. Me llamaba para pedirme algo tan insólito, y tan anormalmente alterada estaba su voz, que temí por mi propia cordura si seguía adelante con este asunto. Pero no pude dejar de percibir la sinceridad de su angustia, y cuando se le quebró la voz y comenzó a sollozar, decidí acceder a su petición.
—De acuerdo —dije—, ahora mismo voy y le llevo la escayola.
De camino hacia casa de Chalmers, me detuve en una droguería y adquirí diez kilos de escayola. Al entrar en el cuarto de mi amigo, le vi agazapado junto a la ventana, contemplando la pared de enfrente con ojos afiebrados por el terror. Cuando me vio entrar, se puso en pie y me arrebató el paquete de la escayola con una avidez que me puso los pelos de punta. Había sacado todos los muebles de la estancia, la cual presentaba ahora un aspecto absolutamente desolado.
—¡Aún podemos salvarnos! —exclamó—. Pero tenemos que actuar rápidamente. Frank, hay una escalera plegable en el vestíbulo. Tráela inmediatamente. Y ve a buscar también un cubo de agua.
—¿Para qué? —murmuré atónito.
Se volvió vivamente hacia mí y vi un relámpago de ira en sus ojos.
—¿Para qué va a ser, so bobo? ¡Para hacer la masa con la escayola! —gritó, fuera de sí—. Para hacer la masa que nos salvará el cuerpo y el alma de una contaminación indecible. Para hacer la masa que salvará al mundo de un peligro... ¡Frank, tenemos que cerrarles las puertas!
—¿A quiénes? —pregunté.
—¡A los Perros de Tíndalos! —exclamó—. Sólo pueden llegar hasta nosotros a través de ángulos. ¡Eliminemos todos los ángulos de la habitación! Voy a poner escayola en todos los ángulos, en todos los rincones, en todas las hendiduras. ¡La habitación quedará como el interior de una esfera!
Habría sido inútil discutir con él. Le llevé la escalera. Chalmers mezcló la escayola con el agua y estuvimos trabajando durante tres horas. Tapamos las cuatro esquinas de la pared y también las intersecciones de ésta con el suelo y el techo. Por último, redondeamos los duros ángulos de la ventana.
—Ahora me quedaré en esta habitación hasta que se vayan —dijo Chalmers cuando hubimos dado fin a la tarea—. Al darse cuenta que el olor que siguen les obliga a atravesar curvas, se volverán. Se volverán, hambrientos, frustrados, insatisfechos, al plano de impureza de donde proceden, anterior al tiempo y más allá del espacio.
Sonrió afablemente y encendió un cigarrillo.
—Te agradezco mucho que hayas venido.
—¿Sigue usted sin querer ver a un médico? —rogué.
—Quizá mañana —repuso—. Ahora tengo que vigilar y esperar.
—¿Esperar qué? —apremié.
Chalmers sonrió débilmente.
—Crees que estoy loco —dijo—; me doy cuenta perfectamente. Eres inteligente, pero también eres muy prosaico y no puedes concebir la existencia de ninguna entidad independiente de toda energía y de toda materia. Pero, mi querido amigo, ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez que la energía y la materia son las barreras que el tiempo y el espacio imponen a nuestra percepción? Sabiendo, como yo sé, que el tiempo y el espacio son lo mismo y que son engañosos porque ambos no son sino manifestaciones imperfectas de una realidad superior, no tiene sentido buscar en el mundo visible ninguna explicación del misterio y del terror del ser.
Me levanté y me fui hacia la puerta.
—Perdona —exclamó—. No he querido ofenderte. Tienes una gran inteligencia, pero yo tengo una inteligencia sobrehumana. Es natural que yo sea consciente de tus limitaciones.
—Telefonéeme si me necesita —dije, y bajé las escaleras de dos en dos—. «Ahora sí que le envío a mi médico —me iba diciendo a mí mismo—. Está loco de remate y sabe Dios lo que puede pasar si no se ocupa alguien inmediatamente de él.»
—Voy a hacer el experimento ahora mismo. Ponte, por favor, junto a la ventana y no dejes de vigilarme. ¿Tienes pluma?
Asentí hoscamente y saqué mi pluma Waterman verde claro del bolsillo superior de la chaqueta.
—¿Y has traído algo donde escribir, Frank?
De mala gana saqué una agenda.
—Insisto enérgicamente una vez más en que no apruebo este experimento —gruñí—. Va a correr usted un peligro terrible.
—¡No seas niño! —agitó un dedo ante mí—. Estoy decidido a hacerlo a pesar de todo lo que me digas, y además a hacerlo ahora mismo. Por favor, estáte en silencio mientras medito sobre estos diagramas.
Puso los dibujos ante sí y se concentró intensamente en ellos. En el silencio oí cómo el reloj de la chimenea iba desgranando segundos. Una angustia indefinida me oprimía el pecho.
De pronto, el reloj se paró. En ese momento, Chalmers introdujo la droga en su boca y la tragó.
Rápidamente me aproximé a él, pero con la mirada me advirtió que no le interrumpiera.
—El reloj se ha parado —murmuró—. Las fuerzas que lo gobiernan aprueban mi experimento. El tiempo se detuvo y yo tomé la droga. ¡Dios mío, haz que no me extravíe!
Cerró los párpados y se extendió en el sofá. Su rostro estaba exangüe, y respiraba con dificultad. Era evidente que la droga estaba actuando extraordinariamente de prisa.
—Comienzan las tinieblas —murmuró—. Anótalo. Todo se está poniendo oscuro y se van desdibujando los objetos familiares de la habitación. Aún los veo, pero borrosos, y se están desdibujando rápidamente.
Sacudí la pluma estilográfica, pues la tinta fluía mal, y seguí tomando veloces notas taquigráficas.
—Abandono la habitación. Las paredes se disuelven como niebla. Ya no veo ninguno de los objetos, pero todavía te veo la cara. Supongo que estarás escribiendo. Creo que estoy a punto de dar el gran salto a través del espacio, o acaso del tiempo. No lo sé. Todo es confuso, incierto.
Permaneció en silencio durante algún tiempo, con la barbilla apoyada en el pecho. De pronto, se puso rígido y abrió los ojos.
—¡Dios mío! —exclamó—. Veo.
Se hallaba todo contraído, tenso, mirando fijamente la pared que había frente a él. Pero yo sabía que su mirada la atravesaba y que los objetos de la habitación no existían para él.
—¡Chalmers! ¡Chalmers! ¿Le despierto?
—¡De ninguna manera! —aulló—. ¡Veo todo! Ante mí veo los miles de millones de vidas que me han precedido en este planeta. Veo hombres de todas las épocas, de todas las razas, de todos los colores. Luchan, se matan, construyen, danzan, cantan. Se sientan en torno a la hoguera primitiva, en desiertos grises, e intentan elevarse en el aire a bordo de monoplanos. Cruzan los mares en toscas barcas de troncos y en enormes buques de vapor. Pintan bisontes y elefantes en las paredes de cuevas lúgubres y cubren lienzos enormes con formas y colores del futuro. Veo a los emigrantes procedentes de Atlántida y Lemuria. Veo a las razas ancestrales: a los enanos negros que invaden Asia y a los hombres de Neanderthal, de cabeza inclinada y piernas torcidas, que se extienden por Europa. Veo a los aqueos colonizando las islas griegas y contemplo los rudimentos de la naciente cultura helénica. Estoy en Atenas y Pericles es joven. Me hallo en tierra italiana. Participo en el rapto de las sabinas. Camino con las legiones imperiales. Tiemblo de respeto y de pavor cuando flamean los gigantescos estandartes y el suelo trepida bajo el paso de los hastati victoriosos. Paso en una litera de oro y marfil arrastrada por negros toros de Tebas y ante mí se prosternan mil esclavos y las mujeres, cubiertas de flores, exclaman: «¡Ave César!». Yo les sonrío y saludo a la multitud. Soy esclavo en una galera berberisca. Veo cómo, piedra a piedra, se va levantando una catedral. Contemplo durante meses, durante años, cómo van colocando en su sitio cada uno de los sillares. Estoy crucificado, cabeza abajo, en los perfumados jardines de Nerón y veo, con ironía y desprecio, cómo funcionan las cámaras de tortura de la Inquisición. ¡Es un espectáculo divertido!
»Penetro en los más sagrados santuarios. Entro en el Templo de Venus. Me arrodillo, en adoración, ante la Magna Mater y arrojo monedas al regazo de las prostitutas sagradas que, con el rostro velado, esperan en los Jardines de Babilonia. Penetro en un teatro inglés de la época isabelina y, en medio de una multitud maloliente, aplaudo El Mercader de Venecia. Paseo con Dante por las estrechas callejuelas de Florencia. Mientras contemplo, arrobado, a la joven Beatriz, la orla de su vestido roza mis sandalias. Soy sacerdote de Isis y mis poderes mágicos asombran al mundo. A mis pies se arrodilla Simón Mago, implorando mi ayuda, y el Faraón tiembla ante mi sola presencia. En la India hablo con los Maestros y huyo horrorizado, pues sus revelaciones son como sal en una herida sangrante.
»Todo lo percibo simultáneamente. Todo lo percibo a la vez y desde todos los ángulos posibles. Formo parte de los miles de millones de vidas que me han precedido. Existo en todos los seres humanos y todos los seres humanos existen en mí. En un instante veo a la vez toda la historia del hombre, el pasado y el presente.
»Mediante un pequeño esfuerzo soy capaz de contemplar pasados cada vez más lejanos. Ahora me remonto hacia el mismo origen, a través de curvas y ángulos extraños. A mi alrededor se multiplican los ángulos y las curvas. Hay grandes sectores de tiempo que los percibo a través de curvas. Existe un tiempo curvo y un tiempo angular. Los moradores del tiempo curvo no pueden penetrar en el tiempo angular. Todo es muy extraño.
»Sigo retrocediendo cada vez más. De la Tierra ya ha desaparecido el hombre. Veo reptiles gigantescos agazapados bajo enormes palmeras y nadando en pútridas aguas negras. Ya han desaparecido los reptiles. Ya no hay animales terrestres, pero veo perfectamente bajo las aguas formas sombrías que se mueven lentamente entre las algas.
»Las formas que veo son cada vez más simples. Ahora los únicos seres vivos son células. A mi alrededor hay cada vez más ángulos, ángulos totalmente ajenos a la geometría humana. Tengo un miedo horrible. En la creación existen abismos en los que nunca ha penetrado el hombre.
Seguí sin perderle de vista. Chalmers se había levantado y gesticulaba como pidiendo ayuda. Al poco volvió a hablar:
—Atravieso ángulos ajenos al espacio terrestre. Me aproximo al horror supremo.
—¡Chalmers! —exclamé—. ¿Quiere usted que intervenga?
Se llevó la mano al rostro, como para no ver una visión indeciblemente espantosa. Pero dijo trabajosamente:
—¡Todavía no! Quiero seguir adelante... Quiero ver..., lo que hay..., aún más allá...
Tenía la frente cubierta de sudor frío y movía los hombros de modo espasmódico. Su rostro espantado era de color gris ceniciento.
—Más allá de la vida existen cosas que no logro distinguir. Pero se mueven lentamente a través de ángulos alucinantes.
En ese momento percibí por primera vez en la estancia un olor bestial e indescriptible, nauseabundo, insoportable. Me lancé a la ventana y la abrí de par en par. Cuando volví al lado de Chalmers y vi su expresión, estuve a punto de desmayarme.
—¡Me han olido! —lanzó un alarido—. ¡Lentamente se dan la vuelta hacia mí!
Todo el cuerpo le temblaba horriblemente. Durante un momento agitó los brazos en el aire, como buscando un asidero, y luego le cedieron las piernas. Cayó al suelo, donde permaneció boca abajo, sollozando, gimiendo.
En silencio contemplé cómo se arrastraba por el suelo. En aquellos momentos, mi amigo no era un ser humano. Enseñaba los dientes y en las comisuras de la boca se le formó una espuma blanquecina.
—¡Chalmers! —grité—. ¡Chalmers, basta ya! Basta ya, ¿me oye?
Como en respuesta de mi llamada, comenzó a emitir unos sonidos roncos y convulsivos, semejantes a ladridos, y a caminar en círculo a cuatro patas por el suelo. Me incliné y le tomé por los hombros. Le sacudí violentamente, desesperadamente, y él intentó morderme la muñeca. Me sentía enfermo de horror, pero no le solté, pues temía que se destruyese a sí mismo en un paroxismo de rabia.
—¡Chalmers! —murmuré—. Basta ya. Está usted en su habitación. Nada malo le puede suceder. ¿Comprende?
A fuerza de sacudirle y de hablarle, logré que la expresión de locura fuera desapareciendo de su rostro. Tembloroso y convulsivo, quedó como un grotesco montón de carne en el centro de la alfombra china.
Le ayudé a caminar hasta el sofá y a tumbarse en él. Su rostro estaba contraído de dolor y me di cuenta que seguía luchando sordamente contra recuerdos espantosos.
—Whisky —murmuró—. Está ahí, en el mueble, junto a la ventana, en el cajón superior de la izquierda.
Cuando le alcancé la botella, la asió con tal fuerza que los nudillos se le pusieron azules.
—Casi me atrapan —dijo con la voz entrecortada.
Bebió el estimulante a grandes tragos irregulares y poco a poco le fue volviendo el color a la cara.
—Esa droga —dije— es el diablo en persona.
—No era la droga —gimió.
Su mirada ya no era de loco. Ahora daba impresión de un profundo desaliento.
—Me han olido a través del tiempo —susurró—. He llegado demasiado lejos.
—¿Cómo eran? —pregunté para seguirle la corriente.
Se inclinó hacia mí y me agarró el brazo hasta hacerme daño. Otra vez fue dominado por horribles temblores.
—¡No hay palabras para describirlos! —murmuró roncamente—. Han sido vagamente simbolizados en el Mito de la Caída y en cierta forma obscena que a veces aparece grabada en algunas tablillas arcaicas. Los griegos le daban un nombre que ocultaba la impureza esencial de esos seres. La manzana, el árbol y la serpiente son símbolos del misterio más atroz.
Al cabo de unos momentos su voz se convirtió en un aullido:
—¡Frank! ¡Frank! ¡En el comienzo se consumó un acto terrible e inmencionable! Antes del tiempo, el acto, y después del acto...
Comenzó a caminar histéricamente por la estancia.
—Las consecuencias del acto se mueven a través de ángulos en los oscuros recodos del tiempo. ¡Tienen hambre y sed!
—Chalmers —intenté razonar—, ¡estamos en el tercer decenio del siglo XX!
Pero él siguió ululando:
—¡Tienen hambre y sed! ¡Los Perros de Tíndalos!
—Chalmers, ¿quiere usted que llame a un médico?
—Ningún médico puede ayudarme. Son horrores del alma y, sin embargo —ocultó la cara entre las manos—, son reales, Frank. Los vi durante un momento horrible. Durante un instante he llegado a estar al otro lado. Me encontré en una ribera lívida, más allá del tiempo y del espacio. Había una luz espantosa que no era luz y un silencio hecho de aullidos, y allí los vi. En sus cuerpos flacos y famélicos se concentra todo el Mal del Universo. En realidad no estoy seguro que tuvieran cuerpo: sólo los vi un instante. Pero los he oído respirar. Durante un momento indescriptible sentí su aliento en mi cara. Se volvieron hacia mí y huí dando alaridos. En un solo instante huí a través de millones de siglos.
Pero me han olido. Los hombres despiertan en ellos un hambre cósmica. Hemos escapado momentáneamente del aura impura que los rodea. Tienen sed de todo lo que hay limpio en nosotros,
de todo lo que emergió inmaculado de aquel acto. En nosotros hay elementos que no participaron en el acto y ellos los aborrecen. Pero no te imagines que son literal y prosaicamente malos. En el plano donde habitan no existen el bien y el mal tal como nosotros los concebimos. Son lo que, en el principio quedó desprovisto de pureza para siempre jamás. Al cometer el acto, se convirtieron en cuerpos de muerte, en receptáculo de toda impureza. Pero no son malos en el sentido que nosotros damos a esta palabra, porque en las esferas en que se mueven no existe pensamiento ni moral ni bueno ni malo. Allí sólo existen lo puro y lo impuro. Lo impuro se expresa en ángulos; lo puro, en curvas. El hombre, o mejor dicho, lo que hay en él de puro, procede de lo curvo. No te rías. Hablo completamente en serio.
Me levanté para irme. Mientras iba hacia la puerta, dije:
—Me da usted mucha pena, Chalmers. Pero no estoy dispuesto a oírle delirar. Le enviaré a mi médico. Es un hombre de edad, muy comprensivo, y no se ofenderá aunque usted lo mande al diablo. Pero confío en que siga usted las indicaciones que le dé. Se pasa usted una semana descansando en buen sanatorio y verá qué bien le sienta.
Mientras bajaba las escaleras le oí reír. Era una risa tan desprovista de alegría que me hizo llorar.
Los perros de Tíndalos (Hounds of Tindalos en inglés) son unas criaturas ficticias creadas por el escritor estadounidenseFrank Belknap Long para el universo de ficción de los mitos de Cthulhu, iniciado por su colega y compatriota H. P. Lovecraft. Aparecen por primera vez en el relato de Long titulado Los perros de Tíndalos (1931). Lovecraft menciona estas criaturas en su relato El que susurra en la oscuridad (1931).
LOS PERROS DE TÍNDALOS FRANK BELKNAP LONG
PARTE I
—Me alegra que hayas venido —dijo Chalmers.
Estaba sentado junto a la ventana, muy pálido. Junto a uno de sus brazos ardían dos velas casi derretidas que proyectaban una enfermiza luz ambarina sobre su nariz larga y su breve mentón. En el apartamento de Chalmers no había absolutamente nada moderno. Su propietario tenía el alma medieval y prefería los manuscritos iluminados a los automóviles, y las gárgolas de piedra a los aparatos de radio y a las máquinas de calcular.
Retiró, en mi obsequio, los libros y papeles que se amontonaban en un diván y, al atravesar la estancia para sentarme me sorprendió ver en su mesa las fórmulas matemáticas de un célebre físico contemporáneo junto con unas extrañas figuras geométricas que Chalmers había trazado en unos finos papeles amarillos.
—Me sorprende esta coexistencia de Einstein con John Dee —dije al apartar la mirada de las ecuaciones matemáticas y descubrir los extraños volúmenes que constituían la pequeña biblioteca de mi amigo. En las estanterías de ébano convivían Plotino y Emmanuel Mascópoulos, Santo Tomás de Aquino y Frenicle de Bessy. Las butacas, la mesa, el escritorio estaban cubiertos de libros y folletos sobre brujería medieval y magia negra, así como de textos sobre todas las cosas hermosas y audaces que rechaza nuestro mundo moderno.
Chalmers me ofreció, sonriendo, un cigarrillo ruso y dijo:
—Estamos llegando ahora a la conclusión que los antiguos alquimistas y brujos tenían razón en un setenta y cinco por ciento, y los biólogos y los materialistas modernos están equivocados en un noventa por ciento.
—Usted siempre se ha tomado un poco a broma la ciencia de hoy —repuse, con un leve gesto de impaciencia.
—No —contestó—. Sólo me he burlado de su dogmatismo. Siempre he sido un rebelde, un campeón de la originalidad y de las causas perdidas. No te extrañe, pues, que haya decidido repudiar las conclusiones de los biólogos contemporáneos.
—¿Y qué me dice usted de Einstein? —pregunté.
—¡Un sacerdote de las matemáticas trascendentes! —murmuró con respeto—. Un profundo místico, un explorador de reinos inmensos cuya misma existencia sólo ahora se empieza a sospechar.
—Entonces no desprecia usted la ciencia por completo.
—¡Claro que no! Lo que no me inspira confianza es el positivismo de estos últimos cincuenta años, ni tampoco las ideas de Haeckel ni de Darwin ni de Bertrand Russell. Creo que la biología ha fracasado lamentablemente cuando ha intentado explicar el origen y el destino del hombre.
—Deles usted un margen de tiempo.
Los ojos de Chalmers despidieron chispas:
—Amigo mío —murmuró—, acabas de hacer un juego de palabras verdaderamente sublime. ¡Deles usted un margen de tiempo! Yo se lo daría encantado, pero precisamente cuando les hablas de tiempo, los modernos biólogos se echan a reír. Poseen la llave, pero se niegan a utilizarla. ¿Qué sabemos del tiempo? Einstein lo considera relativo y cree que se puede interpretar en función del espacio, de un espacio curvo. Pero no hay que quedarse ahí detenido. Cuando las matemáticas dejan de prestarnos su apoyo, ¿acaso no se puede seguir adelante a base de... intuición?
—Ese es un terreno muy resbaladizo. El verdadero investigador evita siempre caer en esa trampa. Por eso avanza tan despacio la ciencia moderna. Sólo admite lo que es susceptible de demostración. Pero usted...
—Yo, ¿sabes lo que haría? Tomar hachís, opio, todas las drogas. Yo imitaría a los sabios orientales y acaso así consiguiera...
—¿Consiguiera qué?
—Conocer la cuarta dimensión.
—¡Eso es pura teosofía, una estupidez!
—Puede que sí, pero estoy persuadido que las drogas consiguen aumentar el alcance de la conciencia humana. William James está de acuerdo sobre este particular. Además, he descubierto una nueva.
—¿Una nueva droga?
—Fue utilizada hace siglos por los alquimistas chinos, pero apenas se conoce en Occidente. Posee ciertas propiedades ocultas verdaderamente asombrosas. Gracias a esta droga y a mis conocimientos matemáticos, creo que puedo remontar el curso del tiempo.
—No comprendo qué quiere usted decir.
—El tiempo no es más que nuestra percepción imperfecta de una nueva dimensión espacial. El tiempo y el movimiento son otras tantas ilusiones. Todo lo que ha existido desde el origen del universo existe ahora también. Lo que sucedió hace milenios sigue sucediendo en otra dimensión del espacio. Lo que sucederá dentro de milenios sucede ya. Si no lo podemos percibir es porque tampoco podemos penetrar en la dimensión espacial donde sucede. Los seres humanos, tal como los conocemos, no son sino partes infinitesimales de un todo inmenso. Cada uno de nosotros está unido a toda la vida que le ha precedido en nuestro planeta. Todos nuestros antepasados forman parte de nosotros. De ellos sólo nos separa el tiempo, y el tiempo es una ilusión.
—Creo que empiezo a comprender —murmuré.
—Basta con que tengas una vaga idea del asunto para poderme ayudar. Lo que pretendo es arrancar de mis ojos el velo de la ilusión que los cubre y ver el principio y el fin.
—¿Y usted cree que esta nueva droga le serviría de algo?
—Estoy convencido de ello. Y pretendo que me ayudes. Quiero tomarla inmediatamente. No puedo esperar. Tengo que ver —sus ojos lanzaron extraños destellos—. Voy a viajar en el tiempo. Voy a retroceder en el tiempo.
Chalmers se levantó y tomó de encima de la chimenea un cofre cuadrado.
—Aquí tengo cinco gránulos de la droga Liao. Fue utilizada por el filósofo chino Lao-Tse y, bajo su influencia logró contemplar el Tao. Tao es la fuerza más misteriosa del mundo. Rodea y penetra todas las cosas y contiene en sí la totalidad del universo visible y todo lo que denominamos realidad. El que logre contemplar el misterio del Tao sabrá todo lo que fue y todo lo que será.
—Fantasías —comenté.
—Tao es como un enorme animal reclinado e inmóvil que contiene en sí todos los mundos, el pasado, el presente, el porvenir. A través de una hendidura que llamamos tiempo percibimos sectores de ese monstruo terrible. Mediante esta droga voy a ensanchar la hendidura. Contemplaré así el rostro mismo de la vida; veré la bestia entera, inmensa y agazapada.
—¿Y cuál será mi misión?
—Escuchar, amigo mío. Escuchar y anotar lo que escuche. Y si me alejo demasiado hacia el pasado, me tendrás que sacudir violentamente para traerme de nuevo a la realidad. Si vieras que estoy sufriendo dolores físicos intensos, me debes hacer regresar al instante.
—Chalmers —dije—, este experimento no me gusta nada. Va a correr usted un peligro terrible. No creo en la cuarta dimensión y mucho menos en el Tao. Tampoco apruebo el uso de drogas desconocidas.
—Para mí no es desconocida —repuso—. Conozco sus efectos sobre el animal humano y también sus peligros. La droga en sí no es peligrosa. Yo lo único que temo es extraviarme en el abismo del tiempo, porque has de saber que mi intención es colaborar activamente con la droga. Antes de tomarla me concentraré en los símbolos geométricos y algebraicos que he trazado en este papel — me enseñó el diagrama que tenía sobre las rodillas— y así prepararé mi espíritu para el viaje transtemporal. Primero me aproximaré todo lo posible a la cuarta dimensión mediante el solo esfuerzo de mi propio ego, y luego tomaré la droga que me dará el poder oculto de percepción. Antes de penetrar en el mundo onírico del misticismo oriental dispondré de toda la ayuda matemática que pueda ofrecerme la ciencia. La droga abrirá las puertas de la percepción y las matemáticas me permitirán comprender intelectualmente lo que así perciba. Así mis conocimientos matemáticos y mi aproximación consciente a la cuarta dimensión complementarán la pura acción de la droga. En mis sueños ya he conseguido captar muchas veces la cuarta dimensión en forma intuitiva y emocional, pero en estado de vigilia no he sido después nunca capaz de recordar el resplandor oculto que me era revelado momentáneamente en sueños. Creo, sin embargo, que con tu ayuda podré hacerlo esta vez. Tu anotarás todo lo que diga durante mi trance, por muy extraño e incoherente que te parezca. A mi regreso espero poder proporcionarte la clave de todo lo que no hayas entendido. No estoy seguro de
mi éxito, pero, si lo tengo —sus ojos volvieron a despedir un extraño fulgor—, ¡el tiempo ya no existirá para mí!...
Relato dedicado a Lovecraft. Un escritor (supuestamente Lovecraft) buscando escribir verdaderos relatos de horror busca inspiración en los libros malditos. Después de arduas indagaciones encuentra el libro maldito De Vermis Mysteriis (Misterios del Gusano). Escrito en latín acude a un amigo conocedor de dicha lengua y lo hojean. Al azar encuentran un pasaje que supuestamente invoca la presencia de servidores invisibles procedentes del espacio ultraterrestre y lo leen llevados por la excitación y la curiosidad...
EL VAMPIRO ESTELAR
Robert Bloch
(Relato integrante del Libro Segundo de Los Mitos de Cthulhu)
Dedicado a H.P. Lovecraft
I
Confieso que sólo soy un simple escritor de relatos fantásticos.
Desde mi más
temprana infancia me he sentido subyugado por la secreta fascinación de lo
desconocido y lo insólito. Los temores innominables, los sueños grotescos, las
fantasías más extrañas que obsesionan nuestra mente, han tenido siempre un
poderoso e inexplicable atractivo para mí.
En literatura, he caminado con Poe por senderos ocultos; me he arrastrado entre
las sombras con Machen; he cruzado con Baudelaire las regiones de las hórridas
estrellas, o me he sumergido en las profundidades de la tierra, guiado por los
relatos de la antigua ciencia. Mi escaso talento para el dibujo me obligó a intentar
describir con torpes palabras los seres fantásticos que moran en mis sueños
tenebrosos. Esta misma inclinación por lo siniestro se manifestaba también en mis
preferencias musicales. Mis composiciones favoritas eran la Suite de los Planetas
y otras del mismo género. Mi vida interior se convirtió muy pronto en un perpetuo
festín de horrores fantásticos, refinadamente crueles.
En cambio, mi vida exterior era insulsa. Con el transcurso del tiempo, me fui
haciendo cada vez más insociable, hasta que acabé por llevar una vida tranquila y
filosófica en un mundo de libros y sueños.
El hombre debe trabajar para vivir. Incapaz, por naturaleza, de todo trabajo
manual, me sentí desconcertado en mi adolescencia ante la necesidad de elegir
una profesión. Mi tendencia a la depresión vino a complicar las cosas, y durante
algún tiempo estuve bordeando el desastre económico más completo. Entonces
fue cuando me decidí a escribir.
Adquirí una vieja máquina de escribir, un montón de papel barato y unas hojas de
carbón. Nunca me preocupó la búsqueda de un tema. ¿Qué mejor venero que las
ilimitadas regiones de mi viva imaginación? Escribiría sobre temas de horror y
oscuridad y sobre el enigma de la Muerte. Al menos, en mi inexperiencia y
candidez, éste era mi propósito.
Mis primeros intentos fueron un fracaso rotundo. Mis resultados quedaron
lastimosamente lejos de mis soñados proyectos. En el papel, mis fantasías más
brillantes se convirtieron en un revoltijo insensato de pesados adjetivos, y no
encontré palabras de uso corriente con que expresar el terror portentoso de lo
desconocido. Mis primeros manuscritos resultaron mediocres, vulgares; las pocas
revistas especializadas de este género los rechazaron con significativa
unanimidad.
Tenía que vivir. Lentamente, pero de manera segura, comencé a ajustar mi estilo
a mis ideas. Trabajé laboriosamente las palabras, las frases y las estructuras de
las oraciones. Trabajé, trabajé duramente en ello. Pronto aprendí lo que era sudar.
Y por fin, uno de mis relatos fue aceptado; después un segundo, y un tercero, y un
cuarto. En seguida comencé a dominar los trucos más elementales del oficio, y
comencé finalmente a vislumbrar mi porvenir con cierta claridad. Retorné con el
ánimo más ligero a mi vida de ensueños y a mis queridos libros. Mis relatos me
proporcionaban medios un tanto escasos para subsistir, y durante cierto tiempo no
pedí más a la vida. Pero esto duró poco. La ambición, siempre engañosa, fue la
causa de mi ruina.
Quería escribir un relato real; no uno de esos cuentos efímeros y estereotipados
que producía para las revistas, sino una verdadera obra de arte. La creación de
semejante obra maestra llegó a convertirse en mi ideal. Yo no era un buen
escritor, pero ello no se debía enteramente a mis errores de estilo.
Presentía que mi defecto fundamental radicaba en el asunto escogido Los
vampiros, hombres-lobos, los profanadores de cadáveres, los monstruos
mitológicos, constituían un material de escaso mérito. Los temas e imágenes
vulgares, el empleo rutinario de adjetivos, y un punto de vista prosaicamente
antropocéntrico, eran los principales obstáculos para producir un cuento fantástico
realmente bueno.
Debía elegir un tema nuevo, una intriga verdaderamente extraordinaria. ¡Si
pudiera concebir algo realmente teratológico, algo monstruosamente increíble!
Estaba ansioso por aprender las canciones que cantaban los demonios al
precipitarse más allá de las regiones estelares, por oír las voces de los dioses
antiguos susurrando sus secretos al vacío preñado de resonancias. Deseaba
vivamente conocer los terrores de la tumba, el roce de las larvas en mi lengua, la
dulce caricia de una podrida mortaja sobre mi cuerpo. Anhelaba hacer mías las
vivencias que yacen latentes en el fondo de los ojos vacíos de las momias, y ardía
en deseos de aprender la sabiduría que sólo el gusano conoce. Entonces podría
escribir la verdad, y mis esperanzas se realizarían cabalmente.
Busqué el modo de conseguirlo. Serenamente, comencé a escribirme con
pensadores y soñadores solitarios de todo el país. Mantuve correspondencia con
un eremita de los montes occidentales, con un sabio de la región desolada del
norte, y con un místico de Nueva Inglaterra. Por medio de éste, tuve conocimiento de algunos libros antiguos que eran tesoro y reliquia de una ciencia extraña.
Primero me citó con mucha reserva, algunos pasajes del legendario
Necronomicón, luego se refirió a cierto Libro de Eibon, que tenía fama de superar
a los demás por su carácter demencial y blasfemo. Él mismo había estudiado
aquellos volúmenes que recogían el terror de los Tiempos Originales, pero me
prohibió que ahondara demasiado en mis indagaciones. Me dijo que, como hijo de
la embrujada ciudad de Arkham, donde aún palpitan y acechan sombras de otros
tiempos, había oído cosas muy extrañas, por lo que decidió apartarse
prudentemente de las ciencias negras y prohibidas.
Finalmente, después de mucho insistirle, consintió de mala gana en
proporcionarme los nombres de ciertas personas que a su juicio podrían ayudarme
en mis investigaciones. Mi corresponsal era un escritor de notable brillantez;
gozaba de una sólida reputación en los círculos intelectuales más exquisitos, y yo
sabía que estaba tremendamente interesado en conocer el resultado de mi
iniciativa.
Tan pronto como su preciosa lista estuvo en mis manos, comencé una masiva
campaña postal con el fin de conseguir libros deseados. Dirigí mis cartas a varias
universidades, a bibliotecas privadas, a astrólogos afamados y a dirigentes de
ciertos cultos secretos de nombres oscuros y sonoros. Pero aquella labor estaba
destinada al fracaso.
Sus respuestas fueron manifiestamente hostiles. Estaba claro que quienes
poseían semejante ciencia se enfurecían ante la idea de que sus secretos fuesen
develados por un intruso. Posteriormente, recibí varias cartas anónimas llenas de
amenazas, e incluso una llamada telefónica verdaderamente alarmante. Pero lo
que más me molestó, fue el darme cuenta de que mis esfuerzos habían resultado
fallidos. Negativas, evasivas, desaires, amenazas.... ¡aquello no me servía de
nada! Debía buscar por otra parte.
¡Las librerías! Quizá descubriese lo que buscaba en algún estante olvidado y
polvoriento.
Entonces comencé una cruzada interminable. Aprendí a soportar mis numerosos
desengaños con impasible tranquilidad. En ninguna de las librerías que visité
habían oído hablar del espantoso Necronomicón, del maligno Libro de Eibon, ni
del inquietante Cultes des Goules.
La perseverancia acaba por triunfar. En una vieja tienda de South Dearborn Street,
en unas estanterías arrinconadas, acabé por encontrar lo que estaba buscando.
Allí, encajado entre dos ediciones centenarias de Shakespeare, descubrí un gran
libro negro con tapas de hierro. En ellas, grabado a mano, se leía el título, De
Vermis Mysteriis , "Misterios del Gusano".
El propietario no supo decirme de dónde procedía el libro aquél. Quizá lo había
adquirido hace un par de años en algún lote de libros de segunda mano. Era evidente que desconocía su naturaleza, ya que me lo vendió por un dólar.
Encantado por su inesperada venta, me envolvió el pesado mamotreto, y me
despidió con amable satisfacción.
Yo me marché apresuradamente con mi precioso botín debajo del brazo. ¡Lo que
había encontrado! Ya tenía referencias del libro. Su autor era Ludvig Prinn, y había
perecido en la hoguera inquisitorial, en Bruselas, cuando los juicios por brujería
estaban en su apogeo. Había sido un personaje extraño, alquimista, nigromante y
mago de gran reputación; alardeaba de haber alcanzado una edad milagrosa,
cuando finalmente fue inmolado por el fiero poder secular. De él se decía que se
proclamaba el único superviviente de la novena cruzada, y exhibía como prueba
ciertos documentos mohosos que parecían atestiguarlo. Lo cierto es que, en los
viejos cronicones, el nombre de Ludvig Prinn figuraba entre los caballeros
servidores de Monserrat, pero los incrédulos lo seguían considerando como un
chiflado y un impostor, a lo sumo descendiente de aquel famoso caballero.
Ludvig atribuía sus conocimientos de hechicería a los años en que había estado
cautivo entre los brujos y encantadores de Siria, y hablaba a menudo de sus
encuentros con los djinns y los efreets de los antiguos mitos orientales. Se sabe
que pasó algún tiempo en Egipto, y entre los santones libios circulan ciertas
leyendas que aluden a las hazañas del viejo adivino en Alejandría.
En todo caso, pasó sus postreros días en las llanuras de Flandes, su tierra natal,
habitando -lugar muy adecuado- las ruinas de un sepulcro prerromano que se
alzaba en un bosque cercano a Bruselas. Se decía que allí moraba en las
sombras, rodeado de demonios familiares y terribles sortilegios. Aún se conservan
manuscritos que dicen, en forma un tanto evasiva, que era asistido por
"compañeros invisibles" y "servidores enviados de las estrellas". Los campesinos
evitaban pasar la noche por el bosque donde habitaba, no le gustaban ciertos
ruidos que resonaban cuando había luna llena, y preferían ignorar qué clase de
seres se prosternaban ante los viejos altares paganos que se alzaban, medio
desmoronados, en lo más oscuro del bosque.
Sea como fuere, después de ser apresado Prinn por los esbirros de la Inquisición,
nadie vio las criaturas que había tenido a su servicio. Antes de destruir el sepulcro
donde había morado, los soldados lo registraron a fondo, y no encontraron nada.
Seres sobrenaturales, instrumentos extraños, pócimas.... todo había desaparecido
de la manera más misteriosa. Hicieron un minuciosos reconocimiento del bosque
prohibido, pero sin resultado. Sin embargo, antes de que terminara el proceso de
Prinn, saltó sangre fresca en los altares, y también en el potro de tormento. Pero ni
con las más atroces torturas lograron romper su silencio. Por último, cansados de
interrogar, arrojaron al viejo hechicero a una mazmorra.
Y fue durante su prisión, mientras aguardaba la sentencia, cuando escribió ese
texto morboso y horrible, De Vermis Mysteriis, conocido hoy por los Misterios del
Gusano. Nadie se explica como pudo lograrlo sin que los guardianes lo
sorprendieran; pero un año después de su muerte, el texto fue impreso en Colonia. Inmediatamente después de su aparición, el libro fue prohibido. Pero ya
se habían distribuido algunos ejemplares, de los que se sacaron copias en
secreto. Más adelante, se hizo una nueva edición, censurada y expurgada, de
suerte que únicamente se considera auténtico el texto original latino. A lo largo de
los siglos, han sido muy pocos los que han tenido acceso a la sabiduría que
encierra este libro. Los secretos del viejo mago sólo son conocidos hoy por
algunos iniciados, quienes, por razones muy concretas, se oponen a todo intento
de propagarlos.
Esto era, en resumen, lo que sabía del libro que había venido a parar a mis
manos. Aun como mero coleccionista, el libro representaba un hallazgo
fenomenal; pero, desgraciadamente, no podía juzgar su contenido, porque estaba
en latín. Como sólo conozco unas cuantas palabras sueltas de esa lengua, al abrir
sus páginas mohosas me tropecé con un obstáculo insuperable. Era exasperante
poseer aquel tesoro de saber oculto, y no tener la clave para desentrañarlo.
Por un momento, me sentí desesperado. No me seducía la idea de poner un texto
de semejante naturaleza en manos de un latinista de la localidad. Más tarde tuve
una inspiración. ¿Por qué no coger el libro y visitar a mi amigo para solicitar
ayuda? Él era un erudito, leía en su idioma a los clásicos, y probablemente las
espantosas revelaciones de Prinn le impresionarían menos que a otros. Sin
pensarlo más le escribí apresuradamente y muy poco después recibí su
contestación. Estaba encantado en ayudarme. Por encima de todo, debía ir
inmediatamente.
II
Providence es un pueblo agradable. La casa de mi amigo era antigua, de un estilo
georgiano bastante caro. La planta baja era una maravilla de ambiente colonial. El
piso alto, sombreado por las dos vertientes del tejado e iluminado por una amplia
ventana, servía de estudio a mi anfitrión. Allí reflexionamos durante la espantosa y
memorable noche del pasado abril, junto a la gran ventana abierta a la mar
azulada. Era una noche sin luna, una noche lívida en que la niebla llenaba la vacía
oscuridad de sombras aladas. Todavía puedo imaginar con nitidez la escena: la
pequeña habitación iluminada por la luz de la lámpara, la mesa grande, las sillas
de alto respaldo... Los libros tapizaban las paredes, los manuscritos se apilaban
aparte, en archivadores especiales.
Mi amigo y yo estábamos sentados junto a la mesa, ante el misterioso volumen. El
delgado perfil de mi amigo proyectaba una sombra inquieta en la pared, y su
semblante de cera adoptaba, a la luz mortecina una apariencia furtiva. En el
ambiente flotaba como el presagio de una portentosa revelación. Yo sentía la presencia de unos secretos que acaso no tardarían en revelarse. Mi compañero
era sensible también a esta atmósfera expectante. Los largos años de soledad
habían agudizado su intuición hasta un extremo inconcebible. No era el frío lo que
le hacía temblar en su butaca, ni era la fiebre la que hacía llamear sus ojos con un
fulgor de piedras preciosas. Aun antes de abrir aquel libro maldito, sabía que
encerraba una maldición. El olor a moho que desprendían sus páginas antiguas
traía consigo un vaho que parecía brotar de la tumba. Sus hojas descoloridas
estaban carcomidas por los bordes. Su encuadernación de cuero estaba roída por
las ratas, acaso por unas ratas cuyo alimento habitual fuera singularmente
horrible.
Aquella noche había contado a mi amigo la historia del libro, y lo había
desempaquetado en su presencia. Al principio parecía deseoso, ansioso diría yo,
por empezar enseguida su traducción. Ahora, en cambio, vacilaba.
Insistía en que no era prudente leerlo. Era un libro de ciencia maligna. ¿Quién
sabe qué conocimientos demoníacos se ocultaban en sus páginas, o qué males
podían sobrevenir al intruso que se atreviese a profanar sus secretos? No era
conveniente saber demasiado. Muchos hombres habían muerto por practicar la
ciencia corrompida que contenían esas páginas. Me rogó que abandonara mi
investigación, ahora que no lo había leído aún, y que tratara de inspirarme en
fuentes más saludables.
Fui un necio. Rechacé precipitadamente sus objeciones con palabras vanas y sin
sentido. Yo no tenía miedo. Podríamos echar al menos una mirada al contenido de
nuestro tesoro. Comencé a pasar hojas.
El resultado fue decepcionante. Su aspecto era el de un libro antiguo y corriente
de hojas amarillentas y medio deshechas, impreso en gruesos caracteres latinos...
y nada más, ninguna ilustración, ningún grabado alarmante.
Mi amigo no pudo resistir la tentación de saborear semejante rareza bibliográfica.
Al cabo de un momento, se levantó para echar una ojeada al texto por encima de
mi hombro; luego, con creciente interés, empezó a leer en voz baja algunas frases
en latín. Por último, vencido ya por el entusiasmo, me arrebató el precioso
volumen, se sentó junto a la ventana y se puso a leer pasajes al azar. De cuando
en cuando, los traducía al inglés.
Sus ojos relampagueaban con un brillo salvaje. Su perfil cadavérico expresaba
una concentración total en los viejos caracteres que cubrían las páginas del libro.
Cuando traducía en voz alta, las frases retumbaban como una letanía del diablo;
luego, su voz se debilitaba hasta convertirse en un siseo de víbora. Yo tan sólo
comprendía algunas frases sueltas porque, en su ensimismamiento, parecía
haberse olvidado de mí. Estaba leyendo algo referente a hechizos y
encantamientos. Recuerdo que el texto aludía a ciertos dioses de la adivinación,
tales como el Padre Yig, Han el Oscuro y Byatis, cuya barba estaba formada de
serpientes. Yo temblaba, ya conocía esos nombres terribles. Pero más habría temblado, si hubiera llegado a saber lo que estaba a punto de ocurrir. Y no tardó
en suceder. De repente, mi amigo se volvió hacia mí, preso de una gran agitación.
Con voz chillona y excitada me preguntó si recordaba las leyendas sobre las
hechicerías de Prinn, y los relatos sobre servidores invisibles que había hecho
venir desde las estrellas. Dije que sí, pero sin comprender la causa de su
repentino frenesí.
Entonces me explicó el motivo de su agitación. En el libro, en un capítulo que
trataba de los demonios familiares, había encontrado una especie de plegaria o
conjuro que tal vez fuera el que Prinn había empleado para traer a sus invisibles
servidores desde los espacios ultraterrestres. Ahora iba a escuchar, él me lo
leería.
Yo permanecí sentado como un tonto, ignorante de lo que iba a pasar. ¿Por qué
no gritaría entonces, por qué no trataría de escapar o de arrancarle de las manos
aquel códice monstruoso? Pero yo no sabía nada, y me quedé sentado adonde
estaba, mientras mi amigo, con voz quebrada por la violenta excitación, leía una
larga y sonora invocación:
"Tibi, Magnum Innominandum, signa stellarum nigrarum et bufaniformis Sadoquae
sigillum"...
El ritual siguió adelante; las palabras se alzaron como aves nocturnas de terror y
muerte; temblaron como llamas en el aire tenebroso y contagiaron su fuego letal a
mi cerebro. Los acentos atronadores de mi amigo producían un eco infinito, más
allá de las estrellas más remotas. Era como si su voz, a través de enormes
puertas primordiales, alcanzara regiones exteriores a toda dimensión en busca de
su oyente, y lo llamara a la tierra. ¿Era todo una ilusión? No me paré a reflexionar.
Y aquella llamada, proferida de manera casual, obtuvo respuesta. Apenas se
había apagado la voz de mi amigo en nuestra habitación, cuando sobrevino el
terror. El cuarto se tornó frío. Por la ventana entró aullando un viento repentino
que no era de este mundo. En él cabalgaba como un plañido, como una nota
perversa y lejana; al oírla, el semblante de mi amigo se convirtió en una pálida
máscara de terror. Luego, las paredes crujieron y las hojas de la ventana se
combaron ante mis ojos atónitos. Desde la nada que se abría más allá de la
ventana, llegó un súbito estallido de lúbrica brisa, unas carcajadas histéricas, que
parecían producto de la más completa locura. Aquellas carcajadas que no profería
boca alguna alcanzaron la última quintaesencia del horror.
Lo demás ocurrió a una velocidad pasmosa. Mi amigo se lanzó hacia la ventana y
comenzó a gritar, manoteando como si quisiera zafarse del vacío. A la luz de la
lámpara vi sus rasgos contraídos en una mueca de loca agonía. Un momento
después, su cuerpo se levantó del suelo y comenzó a doblarse hacia atrás, en el
aire, hasta un grado imposible. Inmediatamente, sus huesos se rompieron con un
chasquido horrible y su figura quedó colgando en el vacío. Tenía los ojos
vidriosos, y sus manos se crispaban compulsivamente como si quisiera agarrar algo que yo no veía. Una vez más, se oyó aquella risa vesánica, ¡pero ahora
provenía de dentro de la habitación!
Las estrellas oscilaban en roja angustia, el viento frío silbaba estridente en mis
oídos. Me encogí en mi silla, con los ojos clavados en aquella escena aterradora
que se desarrollaba ante mí.
Mi amigo empezó a gritar. Sus alaridos se mezclaban con aquella risa perversa
que surgía del aire. Su cuerpo combado, suspendido en el espacio, se dobló
nuevamente hacia atrás, mientras la sangre brotaba de su cuello desgarrado como
agua roja de un surtidor.
Aquella sangre no llegó a tocar el suelo. Se detuvo en el aire, y cesó la risa, que
se convirtió en un gorgoteo nauseabundo. Dominado por en vértigo del horror, lo
comprendí todo. ¡La sangre estaba alimentando a un ser invisible del más allá!
¿Qué entidad del espacio había sido invocada tan repentina e inconscientemente?
¿Qué era aquél monstruoso vampiro que yo no podía ver?
Después, aún tuvo lugar una espantosa metamorfosis. El cuerpo de mi compañero
se encogió, marchito ya y sin vida. Por último, cayó en el suelo y quedó
horriblemente inmóvil. Pero en el aire de la estancia sucedió algo pavoroso.
Junto a la ventana, en el rincón, se hizo visible un resplandor rojizo.... sangriento.
Muy despacio, pero en forma continua, la silueta de la Presencia fue perfilándose
cada vez más, a medida que la sangre iba llenando la trama de la invisible entidad
de las estrellas. Era una inmensidad de gelatina palpitante, húmeda y roja, una
burbuja escarlata con miles de apéndices, unas bocas que se abrían y cerraban
con horrible codicia... Era una cosa hinchada y obscena, un bulto sin cabeza, sin
rostro, sin ojos, una especie de buche ávido, dotado de garras, que había brotado
del cielo estelar. La sangre humana con la que se había nutrido revelaba ahora los
contornos del comensal. No era espectáculo para presenciarlo un humano.
Afortunadamente para mi equilibrio mental, aquella criatura no se demoró ante mis
ojos. Con un desprecio total por el cadáver fláccido que yacía en el suelo, asió el
espantoso libro con un tentáculo viscoso y retorcido, y se dirigió a la ventana con
rapidez. Allí, comprimió su tembloroso cuerpo de gelatina a través de la abertura.
Desapareció, y oí su risa burlesca y lejana, arrastrada por las ráfagas del viento,
mientras regresaba a los abismos de donde había venido.
Eso fue todo. Me quedé solo en la habitación, ante el cuerpo roto y sin vida de mi
amigo. El libro había desaparecido. En la pared había huellas de sangre y
abundantes salpicaduras en el suelo. El rostro de mi amigo era una calavera
ensangrentada vuelta hacia las estrellas.
Permanecí largo rato sentado en silencio, antes de prenderle fuego a la
habitación. Después, me marché. Me reí, porque sabía que las llamas destruirían
toda huella de lo ocurrido. Yo había llegado aquella misma tarde. Nadie me
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conocía ni me había visto llegar. Tampoco me vio nadie partir, ya que huí antes de
que las llamas empezaran a propagarse. Anduve horas y horas, sin rumbo, por las
torcidas calles, sacudido por una risa idiota, cada vez que divisaba las estrellas
inflamadas, cruelmente jubilosas, que me miraban furtivamente a través de los
desgarrones de la niebla fantasmal.
Al cabo de varias horas, me sentí lo bastante calmado para tomar el tren. Durante
el largo viaje de regreso, estuve tranquilo, y lo he estado igualmente ahora,
mientras escribía esta relación de los hechos. Tampoco me alteré cuando leí en la
prensa la noticia de que mi amigo había fallecido en un incendio que destruyó su
vivienda.
Solamente a veces, por la noche, cuando brillan las estrellas, los sueños vuelven a
conducirme hacia un gigantesco laberinto de horror y locura. Entonces tomo
drogas, en un vano intento por disipar los recuerdos que me asaltan mientras
duermo. Pero esto tampoco me preocupa demasiado, porque sé que no
permaneceré mucho tiempo aquí.
Tengo la certeza de que veré, una vez más, aquella temblorosa entidad de las
estrellas. Estoy convencido de que pronto volverá para llevarme a esa negrura que
es hoy morada de mi amigo. A veces deseo vivamente que llegue ese día, porque
entonces aprenderé yo también, de una vez para siempre, los Misterios del
Gusano.
FIN
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