lunes, 19 de diciembre de 2016

LOS PERROS DE TÍNDALOS-CAPITULO 3



II


Cuando Chalmers me telefoneó a la mañana siguiente, mi primer impulso fue colgar inmediatamente el receptor. Me llamaba para pedirme algo tan insólito, y tan anormalmente alterada estaba su voz, que temí por mi propia cordura si seguía adelante con este asunto. Pero no pude dejar de percibir la sinceridad de su angustia, y cuando se le quebró la voz y comenzó a sollozar, decidí acceder a su petición.
—De acuerdo —dije—, ahora mismo voy y le llevo la escayola.
De camino hacia casa de Chalmers, me detuve en una droguería y adquirí diez kilos de escayola. Al entrar en el cuarto de mi amigo, le vi agazapado junto a la ventana, contemplando la pared de enfrente con ojos afiebrados por el terror. Cuando me vio entrar, se puso en pie y me arrebató el paquete de la escayola con una avidez que me puso los pelos de punta. Había sacado todos los muebles de la estancia, la cual presentaba ahora un aspecto absolutamente desolado.
—¡Aún podemos salvarnos! —exclamó—. Pero tenemos que actuar rápidamente. Frank, hay una escalera plegable en el vestíbulo. Tráela inmediatamente. Y ve a buscar también un cubo de agua.
—¿Para qué? —murmuré atónito.
Se volvió vivamente hacia mí y vi un relámpago de ira en sus ojos.
—¿Para qué va a ser, so bobo? ¡Para hacer la masa con la escayola! —gritó, fuera de sí—. Para hacer la masa que nos salvará el cuerpo y el alma de una contaminación indecible. Para hacer la masa que salvará al mundo de un peligro... ¡Frank, tenemos que cerrarles las puertas!
—¿A quiénes? —pregunté.
—¡A los Perros de Tíndalos! —exclamó—. Sólo pueden llegar hasta nosotros a través de ángulos. ¡Eliminemos todos los ángulos de la habitación! Voy a poner escayola en todos los ángulos, en todos los rincones, en todas las hendiduras. ¡La habitación quedará como el interior de una esfera!
Habría sido inútil discutir con él. Le llevé la escalera. Chalmers mezcló la escayola con el agua y estuvimos trabajando durante tres horas. Tapamos las cuatro esquinas de la pared y también las intersecciones de ésta con el suelo y el techo. Por último, redondeamos los duros ángulos de la ventana.
—Ahora me quedaré en esta habitación hasta que se vayan —dijo Chalmers cuando hubimos dado fin a la tarea—. Al darse cuenta que el olor que siguen les obliga a atravesar curvas, se volverán. Se volverán, hambrientos, frustrados, insatisfechos, al plano de impureza de donde proceden, anterior al tiempo y más allá del espacio.
Sonrió afablemente y encendió un cigarrillo.
—Te agradezco mucho que hayas venido.
—¿Sigue usted sin querer ver a un médico? —rogué.
—Quizá mañana —repuso—. Ahora tengo que vigilar y esperar.
—¿Esperar qué? —apremié.
Chalmers sonrió débilmente.
—Crees que estoy loco —dijo—; me doy cuenta perfectamente. Eres inteligente, pero también eres muy prosaico y no puedes concebir la existencia de ninguna entidad independiente de toda energía y de toda materia. Pero, mi querido amigo, ¿se te ha ocurrido pensar alguna vez que la energía y la materia son las barreras que el tiempo y el espacio imponen a nuestra percepción? Sabiendo, como yo sé, que el tiempo y el espacio son lo mismo y que son engañosos porque ambos no son sino manifestaciones imperfectas de una realidad superior, no tiene sentido buscar en el mundo visible ninguna explicación del misterio y del terror del ser.
Me levanté y me fui hacia la puerta.
—Perdona —exclamó—. No he querido ofenderte. Tienes una gran inteligencia, pero yo tengo una inteligencia sobrehumana. Es natural que yo sea consciente de tus limitaciones.
—Telefonéeme si me necesita —dije, y bajé las escaleras de dos en dos—. «Ahora sí que le envío a mi médico —me iba diciendo a mí mismo—. Está loco de remate y sabe Dios lo que puede pasar si no se ocupa alguien inmediatamente de él.»





               














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